La chica de la planta 23
- Antonio Felipe
- 27 jul 2017
- 3 Min. de lectura
Pi-pi, pi-pi, pi-pi… uff, otra vez ese maldito despertador, que me saca del mundo de los sueños y me lleva a esa asquerosa rutina a la que llaman vida.
Como cada mañana, me levanto perezoso y meto los pies en esas viejas pantuflas escrupulosamente colocadas en el centro de la baldosa que da a mi cama.
El día se asoma soleado por mi ventana, pero mis ganas de afrontarlo lo nublan. Mientras hago el desayuno decido conectar la radio, es algo que nunca hago, pero hoy me apetece. Sorprendentemente se sintoniza la 98.2, en la que suena “Puta” de Extremoduro, mi canción favorita, y este pequeño detalle me dibuja una minúscula aunque perceptible sonrisa.
Me visto para ir al que era el trabajo de mis sueños, el cual se ha convertido en un obstáculo que dificulta mi camino hacia la felicidad. Salgo de mi portal, y por suerte, esas malditas oficinas en las que paso horas se encuentran apenas a unas manzanas de casa. Todos los días el mismo camino, todos los días las mismas caras legañosas, todos los días el mismo tráfico, pero hoy me siento diferente, algo me dice que hoy puede ser un gran día.
Antes de pasar por el último cruce que me separa del trabajo, me paro y miro a ambos lados, es una de las pocas cosas útiles que mi madre me enseñó, y hasta el día de hoy nunca la he incumplido. Entro en el edificio donde trabajo, esperando esa mirada de asco que me echa el portero todos los días desde que le mojé accidentalmente su chaqueta nueva. Pero en lugar de eso soy recibido con un “buenos días” que consigue que esa minúscula sonrisa vuelva a aparecer. La segunda vez que aparece en un día, algo pasa.
Me sorprendo del día que llevo hoy, todo va demasiado bien. Me dispongo a coger el ascensor, y en la espera, como todos los días, aparece ella, la chica de la planta 23. Es la perfección hecha humana, sus ojos, su pelo, sus labios, todo en ella está hecho para despertar el lado más salvaje de un hombre. Aunque mi oficina está en la planta 10, finjo trabajar en la 25 solo para estar un minuto más con ella. A pesar de ello, la chica de la planta 23 no sabe ni quién soy, soy un desconocido habitual en su vida. Como todos los días, al abrirse las puertas del ascensor ambos entramos a esa estructura de “madera” claustrofóbica y pulsamos nuestras respectivas plantas. Como todos los días, sufrimos ese silencio incómodo tan denso que presiona mis hombros. Como todos los días, ella abandonará el ascensor sin soltar una sola palab… espera un momento, se está girando, ¿Se está girando? ¿Qué pretende? Me mira, me sonríe, y dice: “hasta luego, chico de la planta 25”. Me pongo a balbucear, no me salen las palabras, quiero decirle todo lo que siento, pero se transforma en un: “Hasta luego chica de la planta 23”.
Después de esto el día es inmejorable, las horas pasan volando, vuelvo a disfrutar de mi trabajo, todo lo que necesitaba en esta vida para ser feliz era una palabra suya.
Salgo del trabajo, los pensamientos positivos invaden mi mente, por primera vez en mucho tiempo me siento feliz. Voy en una nube, estoy tan distraído que no me acuerdo de mirar a los lados en el cruce, es la primera vez que me pasa, y la última. Mis pensamientos se ven interrumpidos por el pito de un coche, está pegado a mí, ya no tengo tiempo de apartarme, ni él de frenar. Como último acto me tapo la cara (algo absurdo si te van a atropellar) ¿Mi último pensamiento? La chica de la planta 23. Esto ha llegado a su fin…
Pi-pi, pi-pi, pi-pi… uff, otra vez ese maldito despertador que me saca del mundo de los sueños y me lleva a esa asquerosa rutina a la que llaman vida.

Comments